En los años venideros jamás encontraré un día como el de hoy. En paz ando ya por el mundo, como un vagabundo, sin ningún destino, sin ningún porque. Y aunque solo me queda esperar la muerte, no tengo ninguna prisa en encontrarme en el más allá. Despojado de todo bien y riqueza, rechazado por aquellos que me veneraban, desterrado de mis tierras, no me queda más que mis manos viejas en los bolsillos. Todo empezó una fría tarde de invierno, el más cruel que puedo recordar, aunque en el salón la leña no dejaba de arder en la gran chimenea. Leyendo estaba cuando apareció Pedro, mi hasta entonces fiel servidor. Una carta traía para ser leída con urgencia. Según sus palabras una niña piojosa la había traído y tal como se había presentado ante él, se marchó corriendo como alma que lleva el diablo calle abajo perdiéndose entre la muchedumbre. Después de una leve reverencia él también desapareció. Que presentimiento tan extraño, no solía creer, sería el tiempo que me tenía aprisionado y ya empezaba a ver lo que en realidad no existía. La verdad es que jamás me habían intrigado las sucias artimañas que algunos nobles utilizaban para sus artes oscuras. Pero la curiosidad pudo más que mi sentido común y de pronto echar esa carta a las llamas me pareció algo impensable. Así que allí estaba yo, sentado en mi butaca cerca del calor, con el libro aún abierto sobre mis rodillas y la carta entre las manos. Se me olvidaba, como olvidar ese olor, estaba fumando, siempre leía mientras fumaba en pipa. Cerrada con lacre pero sin sello alguno me dispuse a abrirla.
No era nada extrano encontrar gente a esas hora de la mañana, los mercados empezaban a abrir y el bullicio de la servidumbre era ya considerable. Enfundado en un gran abrigo de pieles andaba sobre la nieve, sin ni siqueira darme quanta de que mis pantalones empezaban a estar mojados. Nunca me gustó madrugar, aunque fuese para ir de caza, pero no era ese mi destino aquel día.
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