miércoles, junio 29, 2005

Mezcabel

A veces aún la contemplo des de lejos, pese a los años transcurridos, sigue erguida, humeante. Llenando el valle con su latir de acero. Cierro los ojos y veo a sus habitantes, andando cabizbajos, con el temor en los ojos, de aquí para allá. Me parece un sueño, un recuerdo de otra vida. Hace siglos que no piso sus suelos adoquinados, que no inunda mis pulmones esa niebla gris que siempre la rodea. Es la fortaleza de “Mezcabel”. Su veneno sigue aun recorriendo mis venas, trayendo a mis noches oscuros recuerdos del ayer. El azar quiso guiar mis inocentes pasos hacía su interior y como todo lo desconocido, a mi, me aterrorizaba.

El día era frío, suele pasar, pues el sol parece no querer trabajar las duras mañanas de invierno. Ama se levantó contenta, algo rondaba por su cabeza, de eso no había la menor duda, la conocía demasiado bien. Con su peluda bata azul y los rizos negros queriendo escapar de la rectitud del recogido, recorría la cocina tarareando alguna melodía. No la podía ver, pero mi habitación estaba justo debajo de la cocina.
Todas las mañanas seguía la misma rutina, aunque en silencio, o más a menudo de lo que me gustaba gritando.
Yo vivía en casa de Ama, me acogió de pequeña, al menos eso decía para herirme, nada le hubiera gustado más que mandarme a un hospicio, pero ella siempre cumple sus promesas y prometió darme cobijo y comida, aunque nunca supe a quien.
Esa mañana el sol se colaba a través de las rendijas del suelo, eso y una lampara en la mesilla, eran lo único que alumbraba mi habitación. El sótano después de todo no estaba tan mal.
Me levanté deprisa, me lavé y vestí tan rápido como pude, el desayuno no esperaba y jamas desperdiciaba la ocasión de estar cerca de Ama cuando estaba rara vez de buen humor. Una vez incluso me acarició el pelo sucio de hollín después de habernos pasado todo el día limpiando la chimenea.
Subí las escaleras que daban a la cocina, el desayuno ya estaba en la mesa, así que sin hacer ruido me dispuse a desayunar.
Al verme su rostro redondo como una manzana, dibujó una mueca a modo de sonrisa, se acerco con tortitas de miel y se sentó justo enfrente. Estabamos solas, que extraño era todo, a esas horas de la mañana el mundo era un hervidero de niños llorones, mocos y animales varios. Pero ese día la casa estaba en calma, nada se escuchaba más allá de la puerta que daba al pasillo. Seguramente mi cara reflejaba mi desconcierto, pues Ama sin vacilar, atajó cualquier preliminar.
Me contó que había llegado la hora, que ya había cumplido su promesa. Que me esperaba un lugar nuevo, otra gente, otra casa, o al menos eso entendí entre la tos repentina.

Sin ni siquiera darme cuenta ya me encontraba en la puerta de la vieja casona de Ama con una pequeña bolsa de viaje medió roída, esperando a que me vinieran a buscar.

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